El sol castiga a cualquiera que ose aventurarse por ese camino. La luz y el calor reverberan en el paisaje invocando los efectos de un espejismo sobre aquellos que lo contemplan. A lo lejos, varios molinos decoran un horizonte que pudo ser más bello; esta vez no hay gigantes, tan sólo permanecen ahí como estandarte de la conquista humana sobre la naturaleza. Aún así, el verde se alza dominante en un lugar que la vegetación se resiste a perder; los árboles tratan de atrapar el hierro con sus hojas y el río fluye tranquilo como el cielo para alcanzar alguna vez el mar. Mientras, las mariposas revolotean buscando la flor perfecta.
En otro tiempo este paisaje pudo albergar una esencia diferente. El Puente de Lata de Dúrcal estuvo a punto de no ser lo que es hoy. Construido a finales del siglo XIX en talleres de Bélgica, el puente de hierro fue diseñado por el ingeniero mecánico James Livesey, aunque muchos le atribuían el proyecto al famoso Eiffel, y al inicio de su vida se colocó en el arroyo de Gor como conexión de la línea de ferrocarril Guadix-Baza. La construcción, símbolo del progreso, buscaba convertirse en la obra española más influyente en una época donde no dejaban de crearse puentes metálicos. Tras varías desavenencias empresariales, la Granada Railway Company Limited se encargó de su instalación en Gor, finalizando en 1905. Sin embargo, la naturaleza no entiende de ambiciones y un deslizamiento de tierra comprometió la estabilidad del puente justo cuando iba a inaugurarse. Pese a esta contrariedad, la línea Guadix-Baza estuvo operativa durante algún tiempo, pero, cada vez que el ferrocarril pasaba por el viaducto de Gor, los pasajeros tenían que bajarse del tren y recorrer a pie los 463 metros que tenía ese tramo, sólo el maquinista y el fogonero ostentaban el privilegio de jugarse la vida. Aunque se realizaron varios intentos por salvar la situación, el emplazamiento de aquel puente no debía ser el que le habían designado; el destino nunca se equivoca.
En cada época, lo arcaico debe olvidarse en favor de lo moderno; el progreso es síntoma de frescura y todos los esfuerzos se dirigen a lograr la renovación. A principios del siglo XX, ese espíritu innovador irrumpiría en la ciudad de Granada para rejuvenecer su sistema de transporte urbano con una red de tranvías eléctricos. De este modo quedaría instaurada la Sociedad Anónima de Tranvías Eléctricos de Granada. La expansión de la red de tranvías estaba tocada por la varita del hado y nada parecía frenarla; muchas líneas se desarrollaron por toda la provincia. No obstante, la naturaleza aún tendría que mostrar su carácter travieso. En la instalación de una de esas líneas, el río Dúrcal suponía un obstáculo que necesitaba salvarse con la construcción de un viaducto. Así fue como el antiguo puente de hierro de Gor, abandonado durante una década, llegó hasta el pueblo de Dúrcal. El 18 de julio de 1924 sería la fecha en la que el denominado Puente de Lata se erigió como baluarte de un paisaje muy singular.
Ha pasado un siglo desde entonces. Es un sábado cualquiera y ya no hay trenes ni planes empresariales, tan sólo se ve una tela amarilla que actúa como una especie de carpa que ayuda a soportar el castigo del sol. Varias personas se reúnen para realizar lo que parece un salto de fe. Las caras de los saltadores muestran la prudencia que brinda el miedo. Un muchacho intenta romper su temor con una sentencia grandilocuente que acompañe su brinco al vacío:
—Soy capaz de saltar hasta sin cuerdas.
El desconocimiento de las historias que existieron antes que las nuestras suele provocar esa osadía. Un grito desgarra el silencio; la adrenalina sale por la garganta y se pierde entre la vegetación. El miedo ha sido vencido, sólo queda el júbilo de la hazaña y la tranquilidad de tocar por fin la tierra con los pies. Este es el presente de un puente que iba a dinamitarse con el único objetivo de vender su hierro como chatarra.
Después de tantas aventuras contrariadas, el Puente de Lata reclama el derecho de ser algo más que meros anclajes, estribos o basamentos. Sus 199,93 metros de largo y 53,20 de alto cuentan con la sabiduría que otorga el vivir cien años, basta dar un paseo por él para entender que es justo que se le conceda lo que merece y deje de considerarse un simple objeto. Durante el recorrido, se ven candados con inscripciones, aunque no hay tantos como en otros puentes, probablemente éste se resista a creer en el amor; los pájaros siguen hablando en su idioma mientras esperan al iniciado que lo descifre, sólo de vez en cuando se atreven a callar para que el silencio cubra con su velo el espacio, y sobre esto, se alzan las montañas que observan regias la escena. Hay tantas vivencias que resulta imposible enumerarlas todas: aquella niña que decidió venir al mundo cuando su madre paseaba por aquí, los caminantes que buscan senderos con el propósito de encontrar la quietud de los pensamientos o el niño nostálgico que se empeña en evocar un verano más esperanzador; todas ellas están impregnadas en la esencia del hierro.
La vida puede manifestarse como algo fácil en los que parecen inmortales y son hábiles sobreviviendo, nada más lejos de la realidad. Este viaducto se ha ganado el título de monumento después de todas las experiencias que han forjado su ser, ya no hay lugar para lo inanimado. A cada paso que se da el puente oscila como recordatorio de que está vivo y es muy capaz de perdurar un siglo más.





