Desde que comencé a escribir siempre he considerado que Internet se asemeja al mar —sin poseer la belleza de este—, un lugar lleno de huellas que sólo están al alcance de aquellos que se interesan por su historia. El mar ha sido testigo, en ocasiones compañero de aventuras, de muchas hazañas que nos han permitido llegar hasta lo que somos hoy; los intrépidos fenicios con su afán explorador, los nobles comerciantes griegos con sus productos o los piratas que buscaban tesoros mientras se rebelaban contra las reglas establecidas, todos ellos forman parte del pasado que se pierde en las profundidades de un océano incapaz de perdonar a los cobardes. Internet se parece mucho al mar. Todo el mundo prefiere quedarse con los relatos de la orilla, superficie en la que hacen pie y donde se amontona la inmundicia que arrojan, para no complicarse demasiado la vida, obviando que es en las profundidades donde se encuentra el esplendor de un mundo que escapa a su comprensión.
Es un lugar extraño la Web, puedes encontrar algún tesoro de vez en cuando, no obstante, primero hay que sortear la porquería que se acumula: restos de naufragios, barcos hundidos tras una feroz batalla o la contaminación que acaba con la vida marítima. Ese detritus se produce por la acción humana que, empeñada en su continua contradicción existencial, se encarga de crear y destruir al mismo tiempo. A diferencia de los naufragios y las batallas navales, considerados atisbos de nuestra historia, la contaminación que afecta a los seres vivos es la acción más inmoral, no hay nada peor que contribuir a la eliminación de un medio que nos ha dado tanto. Así es Internet, un almacén en el que cobijar conocimiento o la basura más infecta que existe.
Dentro de ese cosmos, la escritura vendría a ser el barco con el que nos movemos por la Red para navegar. Publicar algo que se parezca a la literatura en estos tiempos no deja de ser un ejercicio de valentía o insensatez, pues hay que ser muy imprudente para surcar los mares con un bote que hace aguas. La travesía de cada escritor es diferente, unos comienzan ganando premios y otros empiezan desde abajo, por las bases fundamentales del entrenamiento. El único punto en común es el inicio de la determinación que les obliga a hacerse novelistas.
Todo comienza con la búsqueda de una pluma, una herramienta para forjar palabras y diseñar relatos que algún día maravillen a aquellos que los compren, al fin y al cabo, los expertos artesanos deben utilizar los mejores instrumentos. Después de esa adquisición, toca visitar la librería y elegir un maestro que te guíe por la senda adecuada; sus palabras serán el faro que arroje luz cuando tengas que adentrarte en la cueva más tenebrosa de tus pensamientos. Pasarán muchos siglos, pero el ritual de iniciación apenas cambia entre generaciones. Finalizados los preparativos, es hora de emprender rumbo.
Gracias a Internet, todo el mundo es libre de surcar los mares, cualquiera puede coger un bote y dedicarse a escribir, sólo hay que unir letras y con eso crear frases, no debe ser muy distinto de lo que se hace al hablar. Ese es el primer peligro que golpea al marinero, desconocer el trabajo que requiere la travesía. La escritura no consiste en sentarse en una cafetería y juntar letras, pese a que las películas hagan tanto hincapié en esa visión simple del novelista, la literatura requiere una dedicación que pocas veces se observa en las historias que nos difunden.
Quizá escribir sea el menor de los problemas, no hay una fórmula mágica que transmita el secreto de contar historias, lo más agotador es comprender que la escritura dominará tu vida para siempre. Durante el trayecto serás un lector incapaz de saciar su apetito, te convertirás en un juez que muchas veces no repartirá justicia para sí mismo y la desesperanza disfrazada de realidad se adueñará de ti. Leerás y corregirás tantas veces tu texto que llegarás a odiar tu propia creación, no porque sea mala, sino porque te impide avanzar hacia la siguiente, al destino que deseas alcanzar. Mientras ocurre todo eso, el bote en el que navegas sigue haciendo aguas.
Las páginas en las que decides publicar tus escritos —blog, revista o periódico— bien podrían ser las velas de la nave; estas te ayudan a soltar los remos y dejan que los céfiros amparen tu descanso. Esos medios permiten que los escritores mejoren su arte y, con suerte, logren los primeros lectores. Si te adentras en la Web, es posible saltarse el ritual de iniciación, emprender rumbo se encuentra al alcance de un clic. Es justo en ese instante cuando la contaminación hace su aparición. Virales, restos de lo que alguna vez pareció ser creatividad y mentes que se hunden en las profundidades. El mar acaba de perder su esencia y la travesía se hace cada vez más ardua.
Sin previo aviso las velas del barco se rajan, podrían usarse como trapo, pero, al estar en tiempos de Internet, no son reales, han desaparecido para siempre. El trabajo realizado durante años pasa a ser un sueño remoto que impregna la imaginación, no valen las palabras, lo importante no es lo que sabes, sino lo que puedes demostrar. Los textos que escribiste ya no están porque se han esfumado, como si el dios del océano decidiese eliminar los vestigios del viaje. Las palabras de los sabios que custodiaban una biblioteca antigua resuenan en el cielo.
—¿Saben que todos estos miles de libros podrían almacenarse en una memoria USB?
—Es posible, quizá lo hagamos cuando se muestren capaces de perdurar varios siglos.
El mismo firmamento decide sumarse a la causa que dificulta la travesía invocando una tormenta sin precedentes. Los rayos caen e incendian barcos de forma indiscriminada, no hay perdón para nadie; pocos se atreven a luchar contra la tempestad, sostienen que el progreso es implacable para aquellos que se rebelan. La irrupción de la inteligencia sobrehumana hace innecesaria la vocación del escritor. Ya no hace falta que el ser humano contamine el mar, ha entrenado a otros para que lo hagan. Las palabras de los maestros no pueden llegar hasta los escritores, ahora son las máquinas las que se apropian de ellas. Mientras unos aplauden buscando el permiso de la máquina para respirar incapaces de pensar en soledad, otros serán sustituidos por ella después de haberle entregado su alma. El mar desconoce la piedad.
El viaje está lejos de llegar a su fin. Sólo valiéndose de los remos el bote ha salido ileso de la tormenta, parece impensable que esa embarcación ajada cuente con el beneplácito de alguna divinidad. Los ecos de los aplausos despreciables poco a poco se van perdiendo en la lejanía. La aventura comenzaba a ser apacible cuando los saqueadores hicieron su aparición. Estos piratas sin honor deciden usurpar las ideas de otros escritores para alimentar a sus seguidores, no es la primera vez que lo hacen de forma miserable y rastrera. Desearías ensartarlos con una espada para darles el pago que merecen, pero, como ellos no son capaces de hilar palabras, desconocen que un escritor tiene armas mucho más valiosas que el acero para dejarlos en evidencia. Pagarán por lo que han hecho.
Ha sido una travesía digna de un aventurero, pocas cosas se le pueden reprochar. Aunque sea mía, cualquier aspirante a novelista puede sentirla como suya en unos tiempos demasiado peligrosos para serlo. El mar borrará las huellas de lo que hagamos en esta vida y sólo unos pocos serán capaces de rastrearlas si están interesados, es lo que nos ha tocado vivir. El trabajo de cada escritor consiste en decidir lo que quiere aportar a esta travesía. Mi mente, en cambio, está ya lejos del mar. Las inclemencias que sufrió el bote me han llevado hasta una isla desierta. No se vive nada mal desde la atalaya en la que se aíslan los escritores; lejos del mundanal ruido diría Hardy. Mi historia se encuentra en el primer umbral y debo centrarme en construir una embarcación que pueda soportar los embates de las amenazas que aguardan. Ahora que la luz de los maestros ha disipado la oscuridad de mis pensamientos y el viaje continua, recuerdo a los burdos aspirantes a pirata que intentaron imitarme creyendo que no me daría cuenta; no soy capaz de vituperar sus actos, pues nunca querría apropiarme de las palabras que les dedicaría el gran Ovidio: «la envidia se alimenta de los vivos; descansa tras la muerte, donde a cada cual le protege la gloria de sus propios méritos».