La vida en Termópilas
«Caminante, ve y dile a los espartanos que aquí yacemos, obedientes a sus leyes»
Existe una leyenda muy conocida que habla sobre el escritor que se instala en su atalaya. Según ese relato, el narrador sería una especie de ermitaño alejado de la sociedad que ha perdido el contacto con la realidad y sólo se dedica a componer historias sin importarle nada más. Nunca he sido capaz de averiguar el origen de esa leyenda, por tanto, desconozco la intención de sus connotaciones, pero en los últimos años siempre la han utilizado para referirse a un escritor arcaico cuya imagen hay que destruir a toda costa. Con el único objetivo de desterrar el pasado, la visión contemporánea de los narradores debe ser la que mejor muestre el desarrollo de nuestra civilización, en otras palabras, hay que aleccionarlos para que se conviertan en máquinas que produzcan textos a todo trapo, piensen lo menos posible y carezcan de los fundamentos humanos que permiten al novelista construir su obra con la plenitud requerida por el oficio. Hasta hace poco, el futuro anhelado para los escritores parecía ser cosa de unos cuantos iluminados entregados al progreso como solución a todos los problemas de la humanidad, sin embargo, la publicación de varios artículos en los que autores de referencia hablan del panorama que vive la literatura actual me hace sospechar que la cantidad de iluminados ha debido de aumentar de forma peligrosa hasta convertir el horizonte en un paisaje oscuro con aroma apocalíptico.
El primer texto hablaba de las condiciones ignominiosas que experimentan los autores: autopublicación, despido de los editores que confiaban en ti, falta de promoción, rechazos y, en definitiva, el maltrato que sufren y sufriremos muchos escritores. El segundo artículo, de una pluma muy conocida en este país, se centraba en la gestión de las editoriales y la facilidad que tienen para ofrecer contratos de publicación a presentadoras y gente que no tiene ni puñetera idea de escribir pero vende bien. Esos libros, redactados en muchas ocasiones por los denominados «negros literarios» —muy pronto lo hará una inteligencia artificial—, quitan oportunidades a aquellos que, hambrientos, buscan una suerte que les será negada. La tercera columna no está escrita por una autora tan conocida, pero tuvo mucho éxito en redes sociales. En ella denunciaba que llevaba seis meses sin cobrar por su trabajo y nadie lo iba a leer, ni siquiera los editores del periódico, pues el éxito se mide por la rapidez con la que se viraliza algo. En esta ocasión, la columna alcanzó su objetivo.
Ha pasado ya un año desde que abrí esta newsletter y, aunque lo que se denuncia en esos artículos es cierto, aún quedan muchas cosas por contar. Ninguno ha mencionado a la gente que debe recurrir a distintas plataformas para escribir gratis —sin garantía de que algún día no desaparezcan sus escritos— porque es la única salida ante un oficio que se extingue a toda prisa, los concursos literarios con ganadores sospechosos vinculados a la política o las directoras de revista que ni siquiera te contestan exhibiendo sin pudor su terrible falta de educación y respeto por las personas. Podría hablar de todas esas cuestiones, pero la más interesante es la inauguración de tu propio espacio para aferrarte a la escritura como modo de vida. La creación de un blog es la lucha de alguien solo ante el peligro. Te lanzas a escribir por el famoso amor al arte, la búsqueda de lectores y sin el respaldo de ningún medio que apoye o proteja tu trabajo. La carencia de esa protección te da mayor libertad creativa, puedes escribir de cualquier cosa sin reservarte nada, es el momento de darlo todo. La desventaja te azota cuando, al no tener el amparo de una gran empresa que los denuncie, otros advenedizos copian tu trabajo para sacar provecho de él. Estos felones, al puro estilo de la yakuza más despiadada, tienen el favor del rebaño que los sigue y los jalea como héroes. Mientras ellos reciben los aplausos, tú dejas de escribir ese tipo de artículos para intentar salvaguardar lo que es tuyo, a fin de cuentas, escribas una cosa u otra, a nadie le va a importar.
La fama de los escritores ya no la otorgan los lectores, la conceden los seguidores y la demanda del producto. Muchos de los libros editados, como ya se mencionaba en el segundo artículo, llegan al mercado porque el fulano o la fulana en cuestión tiene un gran número de seguidores y, sin ningún talento narrativo, se lanza a publicar. Esto es posible gracias a las redes sociales, el mayor factor destructivo de la civilización. En ellas se reparten los carnés de escritores como churros. «Si escribes, eres escritor», dicen las voces autorizadas para dar la bendición. Es curioso, porque, aun sabiendo realizar operaciones matemáticas, nunca me he considerado matemático. Resulta difícil ahondar en el pensamiento de esa gente que, además de otorgar títulos, ofrecen lecciones narrativas para que todos puedan publicar su libro, es más, ahora no hay ni que escribirlo, basta introducir la historia en un chat y la magia artificial futurista hace el resto. A los gurús que difunden sus diatribas de novelista se les olvida mencionar que trabajan en talleres donde fomentan esa proliferación de escritores que acabará por envilecer la profesión; no es algo extraño, ocurrirá con todos los oficios. Si no te fuerzan a pensar que la escritura debe aprenderse siguiendo las bases que ellos mismos no son capaces de entender, el dinero les deja de llegar. Es irrefutable que se necesitan unos fundamentos, pero Orwell siempre invitaba a saltarse cualquier regla antes de escribir algo estúpido. Todo eso es lo que hay que soportar mientras tratas de perfeccionar un arte.
A lo largo de este año me he sentido solo. Observaba el horizonte literario y trataba de advertir de la tormenta que íbamos a tener que afrontar, pero nadie quería escuchar; imperaba la ley del conformismo y tocaba escudarse en la frase de rendición que más daño le ha hecho al ser humano: «es lo que hay». Ver que autores consagrados también se han atrevido a denunciarlo, además de terrorífico, ha sido una especie de consuelo. El título de esta newsletter ha sido una declaración, un canto de lo que debe hacer un novelista: ofrecer esperanza en el caos más absoluto. La vida en Termópilas es dura, siempre lo fue para los que vinieron antes que nosotros, pero en estos momentos alguien tiene que vivir ahí, resignándose a las obligaciones que acarrea el título de escritor. Poco importan los textos gratis, el escaso número de lectores o la suerte que te esquiva comparados con el sentimiento de defender lo que crees. Esta no es más que la historia de una causa perdida, pero, maldita sea, qué placentero ha sido narrarla. Ahora, si me disculpan, debo regresar a mi atalaya.
¡ADELANTE!
¡Siempre FUERTES!
¡Siempre LIBRES!
Un abrazo Jorge...